Hace 364 días, estaba sentada en esta misma mesa. En esta misma cafetería. Y, hace 364 días, estaba bastante molesta porque me habían quitado mi sitio favorito: una de las mesas que está al lado de la ventana.
Pero bueno, es mi culpa. Esta tarde de verano insoportable, me he quedado dormida con el calor soporífero de agosto y he llegado una hora después de lo habitual. Así que ni modo: me ha tocado sentarme en la mesa más alejada de cualquier ventana. La que nunca nadie escoge.
Hace 364 días estoy, entonces, escribiendo en esta misma mesa, en esta misma cafetería cuando, de repente, el suelo comienza a rebotar.
En un acto reflejo, además de ponerme de pie, me da tiempo de pensar dos cosas. Uno: “Qué suerte tengo de estar en el primer piso porque, después de haber pasado por muchos terremotos en mi vida, sé que, como el suelo se está moviendo de arriba abajo y no de lado a lado, este será uno gigante. Y bueno, no es que esta ciudad esté preparada para terremotos, si aquí nunca tiembla y fijo se va a caer todo en menos de diez segundos…”. Y dos: “Fuck, voy a salir en las noticias”.
Por cierto, hablando de terremotos, es muy interesante cómo, mientras se mueve el piso, el tiempo se extiende de una manera interminable. Y cuando digo que “se extiende de una manera interminable” no me refiero a que “parece” que se extiende. En verdad que se extiende, como si las ondas sísmicas sacudieran también el constante devenir del tiempo y lo convirtieran en un chicle. Siempre digo esto cuando describo cómo es un terremoto a gente que nunca ha vivido uno: es increíble lo mucho que te da tiempo de pensar y de hacer en cuestión de segundos.
Lo mismo sucede ahora: es muy interesante lo que uno tiene tiempo de pensar en tan solo cuatro segundos porque, al cabo de ese brevísimo instante tan eterno, las ventanas y las puertas estallan con un estruendo de todo muriendo a la vez. También es (dicho sea de paso) muy interesante cómo, en tan solo un segundo, la mesa que nunca nadie escoge se convierte en la que todo el mundo quiere, cuando unas muchachas vienen a buscar refugio debajo de ella, junto conmigo.
“¡Es un terremoto!” dice una, tratando de explicar prematuramente lo que está sucediendo, y es entonces que me doy cuenta de que debe de ser demasiado joven como para no recordar ninguna otra explosión en Beirut.
“No, yo soy de Costa Rica y así no son los terremotos” contesto, atreviéndome a salir un poco de debajo de la mesa. “Es una explosión”.
Pero, a lo mejor, no debería salir de debajo de la mesa porque ¿qué hace uno durante una explosión? En un terremoto, uno sale a un espacio abierto o se pone bajo el marco de una puerta. Pero ¿en una explosión que acaba de suceder en tu misma calle? (Porque yo, como luego diría todo el mundo, creía que la explosión había sucedido justo en mi calle, de manera que, en mensajes de WhatsApp, cada quien diría que la explosión había sucedido en Hamra, en Badaro, en Burj Hammoud o donde sea que se estuviese en ese momento).
Entonces, ¿qué putas hago? Sé que la cafetería donde estoy tiene un sótano para la gente que trabaja online y tiene reuniones por Zoom… Pero una vez leí por ahí que algunas bombas estallan solo hasta que chocan con la tierra. Por eso, durante la guerra civil libanesa mucha gente se murió en los sótanos, donde creían estar más protegidos. Y yo no quiero tener una de esas muertes cruelmente irónicas.
Sin saber qué hacer, entonces, llamo a mi novio, que pasa de los treinta años y que, por eso, a diferencia de las muchachas que siguen a mi lado, sí que se acuerda de bombardeos y explosiones. Esta mañana ha salido en un viaje de trabajo hacia Dubái, pero de alguna manera espero que, aun estando a más de 2000 kilómetros de distancia, pueda al menos decirme qué putas hago. ¿Me meto en el sótano? ¿Salgo corriendo hacia mi casa? ¿Sigo debajo de la mesa? ¿Qué putas hago?
“Quedate donde estás” me dice. “Y alejate de las ventanas”.
“Ya no hay ventanas” le digo yo.
“Quedate donde estás entonces”.
Quedarme donde estoy parece lo más fácil, pero a la vez, lo más difícil. Porque mi instinto es ponerme a salvo, aunque sea ponerme a salvo de algo que no sé qué putas es.
Al cabo de unos minutos (que no sé cuántos son, porque en verdad es curioso cómo el tiempo se vuelve tan interminable) me gana el instinto. A pesar de que en teoría debo quedarme donde estoy, decido salir corriendo hacia mi casa. Aunque no sé para qué porque ¿cómo elige uno el lugar más seguro cuando ni siquiera sabe qué está pasando?
Saltándome la alfombra de vidrio que ahora cubre la cafetería, comienzo a correr, para pronto darme cuenta de que esa alfombra de vidrio se extiende más allá de la puerta (o bueno, donde solía estar la puerta) por todas las calles. En realidad, se extenderá por semanas por todo Beirut. Y, conforme más me acerco a mi casa, me doy cuenta de que esa alfombra no solo está hecha de vidrio, sino de rótulos (tengo que capearme la R de un restaurante que se llama “Roadster Diner”), de pedazos de cielorraso, de mercadería de las tiendas y de gente en shock. Todo cubierto por una monstruosa nube roja que se extiende por el cielo desde el centro de la ciudad.
Entonces me da tiempo de pensar tres cosas. Uno: “Mierda, nos están bombardeando” porque bueno, esto es Medio Oriente, no Woodstock, y mi novio siempre me ha dicho que las guerras suelen empezar en verano. Dos: “Al chile que voy a salir en las noticias”. Y tres: “Tengo que llamar a mi mamá ya mismo, antes de que prenda el tele, para que sepa que estoy viva”.
Hace 364 días, entonces, ni mi mamá ni yo sabíamos que hasta ella terminaría saliendo en las noticias.
Hace ya 364 días, cuando Beirut estalló en incontables pedazos una tarde de verano insoportable.